El medio británico The Economist publicó una nota en torno a la propuesta de nueva Constitución, donde se inclinó hacia la opción Rechazo frente al plebiscito de salida.
En el artículo llamado Los votantes deberían rechazar el nuevo borrador constitucional de Chile, calificaron el nuevo texto como un “desastre fiscalmente irresponsable y excesivamente progresista”.
Añadieron que “es un embrollo confuso, lleno de un lenguaje impreciso que garantiza más o menos décadas de disputas sobre lo que realmente significa”, pero también destacaron que “algunas ideas son loables”.
“El documento exige la devolución de algunas competencias a las regiones, y daría a los indígenas el derecho a ser enseñados en sus propias lenguas en las escuelas”.
Aquí puedes leer el texto completo:
Cuando los manifestantes, furiosos y en ocasiones violentos, salieron a las calles de Santiago, la capital de Chile, en 2019 y 2020, sus quejas eran múltiples. Los estudiantes se manifestaron contra las costosas matrículas; otros se manifestaron contra el sistema privado de pensiones del país y el deficiente servicio de salud. Muchos culpaban de los males de Chile a un documento: la Constitución aprobada en 1980 bajo el mandato de Augusto Pinochet, el dictador que gobernó de 1973 a 1990.
Para sofocar las protestas, en las que murieron al menos 30 personas, el gobierno de centro-derecha de entonces aceptó que se redactara una nueva Constitución. Se eligió una asamblea constituyente de 154 personas, la mayoría de ellas procedentes de movimientos sociales y no de partidos establecidos. El resultado final de su regateo se hizo público el 4 de julio. Es absurdamente larga, con 388 artículos. También es fiscalmente irresponsable y excesivamente progresista.
Para ser justos, omite algunas de las peores ideas ventiladas en la asamblea, dominada por los izquierdistas. Entre ellas, la nacionalización de todos los recursos naturales (la minería genera el 12% del PIB) y la supresión de la Cámara Alta. El Banco Central mantiene su independencia, aunque se han ampliado sus competencias para incluir “la protección del empleo, el cuidado del medio ambiente y el patrimonio natural”.
Algunas ideas son loables. El documento exigiría la devolución de algunas competencias a las regiones, y daría a los indígenas el derecho a ser enseñados en sus propias lenguas en las escuelas. Parece que exige que se aprueben leyes para legalizar el aborto y la muerte asistida.
Pero, en general, el proyecto es un embrollo confuso, lleno de un lenguaje impreciso que garantiza más o menos décadas de disputas sobre lo que realmente significa. La “naturaleza” tendría derechos. El proyecto menciona el “género” 39 veces. Las sentencias judiciales, la policía y el sistema nacional de salud tendrán que funcionar con una “perspectiva de género”, que no define.
El documento es mucho menos favorable a las empresas o al crecimiento que la Constitución actual. Da a los sindicatos el derecho exclusivo a representar a los trabajadores, les garantiza la participación en la toma de decisiones de las empresas y les permite hacer huelga por cualquier motivo, no sólo los relacionados con el trabajo. Dice que todo el mundo tiene “derecho al trabajo” y que “se prohíbe toda forma de precariedad laboral”. Esto podría dificultar el despido. Los propietarios de tierras, como los agricultores, podrían perder los derechos de propiedad del agua en sus tierras. La compensación por las tierras expropiadas no sería a precio de mercado, sino a lo que el Congreso considere “justo”.
El proyecto crea una cartera de derechos socioeconómicos que podría disparar el presupuesto. Exige la creación de varios organismos nuevos, como un servicio nacional de salud y un sistema de atención desde la cuna hasta la tumba, sin pensar demasiado en cómo se financiarían. El Estado supervisaría la provisión de vivienda, a la que dice que toda persona tiene derecho. Se prohibiría la especulación inmobiliaria. También la educación con fines de lucro.
Los controles legales del gobierno se diluirían. Un nuevo consejo tendría poder sobre todos los nombramientos judiciales; anteriormente el Tribunal Supremo, el presidente, el tribunal de apelaciones y el Senado tenían un papel. El proyecto modifica el proceso presupuestario al otorgar al Congreso nuevos poderes para proponer proyectos de ley de gastos.
El documento es ridículamente amplio. Dice que el Estado debe “promover el patrimonio culinario y gastronómico” de Chile y reconocer “la espiritualidad como elemento esencial del ser humano”. Todos tienen “derecho al deporte”. Los no humanos también tienen cabida: el Estado “promoverá una educación basada en la empatía… hacia los animales”.
La antigua constitución chilena no era perfecta. De hecho, ha sido modificada casi 60 veces. Pero comparada con la que se propone sustituir, es un dechado de claridad. Y lo que es más importante, el antiguo proyecto de gobierno funciona. Desde que se restauró la democracia, Chile ha sido un éxito latinoamericano. El PIB por persona se ha triplicado desde 1990 y la pobreza ha disminuido.
En lugar de desechar la vieja constitución, los chilenos deberían desechar la nueva. Cuando el proyecto se someta a referéndum en septiembre, deberían rechazarlo. La constitución actual se mantendría, y el Congreso mantendría el poder de revisarla gradualmente, por ejemplo para facilitar la construcción de un fuerte estado de bienestar. Este enfoque puede sonar poco inspirador para quienes salieron a las calles en 2019 y 2020. Pero a largo plazo es mucho más probable que haga que Chile sea próspero y gobernable.