Por Héctor Soto
Tras la adopción en los años ’70 del modelo capitalista de desarrollo, posiblemente no hay cambio más trascendental en la sociedad chilena que la expansión de la clase media en las últimas décadas. En realidad una cosa fue con la otra y ambos fenómenos están íntimamente relacionados. El resultado es que Chile, que siempre fue un país de pobres, pasó a ser un país de sectores medios.
La nueva clase media, eso sí, guarda pocos puntos de contacto con la antigua, que era hija tanto de la educación pública -del liceo y de la Universidad de Chile- como de los discretos empleos que proveía el aparato estatal.
La de ahora, en cambio, es una clase media más ligera en términos de arraigos y tradiciones. Tiene menos historia y orgullo de clase y aunque está más expuesta a los riesgos de la cesantía, la enfermedad, el abuso o los asaltos, tiene bastante más garra, audacia y ambiciones que la anterior. Como se ha dicho muchas veces, también es mucho más exigente, lo cual entre otras cosas introduce una saludable corriente de aire fresco en una sociedad tradicionalmente cerrada, digitada y fáctica como era la nuestra.
La nueva clase media tiene bastante más garra, audacia y ambiciones que la anterior.
Qué duda cabe que esto es sano y era necesario. Pero habría que ser ciego para no ver en el proceso dimensiones de la masividad que son ingratas. Basta circular en auto por Santiago para comprobar muchas veces que la descortesía y el prepotencia han dejado de ser excepciones para convertirse en regla general.
Basta acudir a los cines donde estén dando alguna película de éxito para encontrarnos con una masa de gente muy poco discreta en sus caballazos y sorbetones, muy agresiva e hiriente en sus apariencias, muy cruda en sus niveles de cocción cultural, muy silvestre en sus maneras de comportarse.
Basta asomarnos a las redes sociales para que el Chile “empoderado” de hoy (así lo venden sus promotores) se transforme en una jauría peligrosa que reacciona con extremada y mala fe a la menor expresión de autonomía o disidencia.
No obstante estos alardes de crudeza, hay que mantener el optimismo. Siguen existiendo valiosas razones para creer a rajatabla que todo tiempo pasado fue peor. Llegará el momento –debiera llegar, pienso yo- en que los indicadores de consumo cultural se acerquen un poco más a los del consumo de zapatillas o de 4×4.
Mientras eso no ocurra nuestra textura como sociedad va a seguir siendo no sólo frágil sino también muy plana. Es cierto que toda la gente merece respeto. Pero no sólo por razones de ciudadanía; no sólo porque todos hayamos pagado la entrada o queramos andar o comportarnos a nuestra pinta.
Siguen existiendo valiosas razones para creer a rajatabla que todo tiempo pasado fue peor.
Si es por respeto, las sociedades verdaderamente civilizadas son aquellas que reservan alguna cuota adicional de aprecio y admiración a los que tienen una trayectoria meritoria tras suyo, a los que cultivan la independencia de juicio, a los que dominan un área del saber sin aspavientos o a los que –lejos de las luces de la farándula- hacen algo valioso al servicio de los demás. Esto, no la ley de las patotas, es lo que le da densidad a los países.
Construir ciudadanía no tiene nada que ver con construir patanería.
FOTO: Elfarandi.com