Al volver a Chile, tras realizar un doctorado en Historia y Teoría de la Arquitectura en la Universidad de Princeton, la visión que la arquitecta Romy Hecht tenía de su oficio cambió. La perspectiva en la que veía el paisaje cambió, explica. Desde entonces, se ha dedicado a examinar la idea del paisaje como una entidad donde convergen las expectativas humanas, el diseño y los procesos socioculturales. Hoy, agrega, busca abrir un debate sobre la confección del paisaje de todo Chile, específicamente en Santiago. Esto con el objetivo de volver a mirar el entorno y aprender de él.
Y es que para ella observar el panorama alrededor puede revelar mucho sobre la sociedad y cómo ésta funciona. “Creo que entender que en la ciudad tenemos que coexistir es lo que nos obliga a pensar qué significa esa coexistencia, y el paisaje te ayuda muchísimo a entender esto”, sostiene. Además, el paisaje también alberga ruido en la ciudad, sea por la densidad de sus edificios, la saturación de las luces o la presencia de lo antiestético.
– Desde el punto de vista del paisaje urbano, ¿que constituye el ruido?
Desde el punto de vista del paisaje urbano, creo que al menos podemos encontrar 3 cosas. Una es volumétricamente, la densidad del conjunto, porque usualmente este ruido visual está asociado a algo estético, de si me gusta o no me gusta como se ve. En segundo lugar, uno podría hablar también del sistema de iluminación, aquello que podemos ver y distinguir como una distracción. Y en tercer lugar, a mi modo de ver, los ruidos saturados porque yo creo que una de las características de la urbanidad es la sonoridad, creo que es lo que nos distingue de vivir en una isla. Hay saturaciones que no son pertinentes, diría yo, dentro de ese contexto.
– ¿Cómo se llegan a consensos para decidir sobre lo estético?
Estéticamente es muy difícil calibrar qué cosa hace ruido porque depende de la persona que lo está observando, pero sí hay ciertos consensos. Uno tiene que ver con la permanencia de elementos obsoletos que distraen el desarrollo moderno de algo. En el caso de la ciudad es super evidente con las infraestructuras obsoletas, por ejemplo, los cables en desuso, que es una discusión eterna que tenemos en nuestras ciudades.
Por otro lado, tenemos carteles en desuso, desde los carteles vehiculares hasta las grandes publicidades que aparecen en distintos formatos, lugares y dimensiones. Hay ejemplos muy virtuosos de carteles que podrían ser antiestéticos, como el cartel del cerro Renca. Sin embargo, ha sido integrado a nuestro imaginario colectivo. Entonces, yo soy muy de la teoría de que el ruido visual consensuadamente molesta cuando alude a algo que está obsoleto y, en ese contexto, lo obsoleto que tenemos en nuestra ciudad son las infraestructuras.
– ¿Cómo se relaciona en general y, quizá también en tu propia práctica, la arquitectura con el sonido? ¿Cuánto contempla el factor sonido la arquitectura en su propio diseño, en su propia concepción fundamental?
Yo creo que la arquitectura, por lo menos en la actualidad, tiene esa capacidad de evadir el problema, de construir una verdadera caja de silencio o de resonancia. Y como usuarios, quienes no son arquitectos, tienen esa capacidad también de ser muy críticos al respecto. A la gente no le gusta escuchar. Uno a veces va a un hotel y critica que se escuche la pieza de al lado o la televisión del dormitorio de al lado en mi casa me molesta.
Y del mismo modo en que criticamos el ruido, criticamos el silencio. Yo creo que la pandemia tenía una cosa muy poética, si tú quieres, que el silencio significa muchas cosas. Para muchos significó la posibilidad de “encontrarse”, con todos los problemas que eso implicaba. Para otros era un recordatorio de la soledad, para otros de la muerte y el dolor.
– ¿Tenemos problemas con el silencio?
Absolutamente. Creo que todos y todas tenemos problemas con el silencio. Nos cuesta estar en silencio, nos cuesta escuchar. Creo que es lo que determina que hoy en día nos cuesta mucho dialogar y llegar a acuerdos, tratamos siempre de imponer al otro. Para mí eso es un ruido cultural evidente en los tiempos que corren.
De hecho, por ejemplo, si tú hoy día subes en una búsqueda casi que introspectiva, cultural e histórica, a una montaña o incluso al cerro San Cristóbal, o al Parque Metropolitano mejor dicho, es imposible estar solo. Tú pretendes hacer un acto de introspección y de repente aparece un ciclista con un parlante con decibeles máximos y con música que no necesariamente es de tu agrado, y yo estoy obligada a escucharlo. Y, si yo me acerco y pido por favor bajar el volumen, me arriesgo a que me pase algo a mí.
– ¿Te parece que los llamados “ghettos verticales”, como objeto arquitectónico, se correlacionan un poco con la conversación sobre el ruido de la ciudad? De este ruido más urbano.
Es una construcción que te obliga a vivir en comunidad; no es opcional, lo tienes que hacer de una u otra manera. Y ahí, inevitablemente, este ruido visual se transforma en una interferencia sonora también. La arquitectura, que podría asumir esta idea estética, comunitaria y acústica, tiende a evadirla, aislando a la persona por un lado dentro de los “ghettos verticales” o bien obligándoles a compartir. ¿Cómo hace uno para vivir aisladamente en un lugar donde la arquitectura no te lo permite?
Entonces, hay una mezcla entre sonoridad y visualidad, apertura y cierre, desde esa perspectiva, no como los carteles que te muestran una imagen, sino que acá estás todo el rato al desnudo, literalmente, aún cuando tienes una pared al frente.
-Son inevitables, entonces, estos edificios en altura
Es que, objetivamente, yo creo que si uno se pone a discutir la idea de tener o no rascacielos en una ciudad es mejor irse a vivir a otro lado, porque es inevitable.
– ¿Qué sensaciones o qué reflexiones te evoca a ti esta problemática de la saturación visual? Un problema que parece muy inherente a la ciudad.
Uno tiene que concentrarse en al menos dos tipos de personas que son los dos extremos, aquellos que quieren ir a un lugar abierto para estar solos y aquellos que quieren ir a un lugar abierto para estar con otros. Y creo que cualquier cosa que te estorba esas dos posibilidades es mala.
La reflexión de entender que en la ciudad tenemos que coexistir es lo que nos obliga a pensar qué significa esa coexistencia, y el paisaje te ayuda muchísimo a entender esto. Si tú tienes un parque en el cual puedes tener un lugar donde estar tranquilo y al mismo tiempo un lugar donde hacer ruido, hacer un picnic, un cumpleaños familiar, etcétera, es un buen parque. Pero si una cosa determina que la otra no pueda ocurrir, estamos mal.
La armonía tiene que ver con la posibilidad de encontrar la calibración adecuada para esos dos extremos. Y eso es lo difícil, porque de hecho hoy día hay toda una necesidad de saturar el ambiente, de no sentirse solo.
– Y en el territorio que habitamos, ¿el refugio es necesariamente lo natural?
Yo no estoy tan segura, porque tampoco creo que haya muchas cosas naturales que persistan. Creo que hay elementos naturales que se ocupan para generarnos esa sensación. Los parques en las ciudades son nuestro recuerdo de que la naturaleza existe, aun cuando son probablemente los entes más artificiales de toda la ciudad, mucho más que los edificios, porque requieren una mantención en el tiempo para poder persistir del modo en que alguna vez fueron ideados. Entonces, ahí hay algo distorsionado desde mi perspectiva.
– ¿Qué haces tú cuando quieres escapar del ruido?
Uy. Para escapar del ruido hago lo que acabo de criticar, trato de aislarme territorialmente. Yo vivo en una casa, y esto es bien particular, que no tiene puertas excepto las del baño y la de la entrada. Esto tiene la virtud de que obliga al encuentro con el otro. Entonces siempre nuestras discusiones domésticas son en relación a mantener el propio espacio, que es una utopía en un lugar como ese. Y para mantener ese espacio yo necesito que los otros salgan o yo salir. Caminar es una manera para recuperar esa posibilidad del silencio, independiente de que afuera estén ocurriendo cosas.
Yo estoy convencida que los espacios abiertos que nos recuerdan, como decía hace un rato, a la naturaleza, son una buena escapatoria y siempre han sido diseñados bajo esa perspectiva. Por eso existen y son tan valorados. Y por eso en la pandemia se necesitaban y se añoraban tanto, también. Creo que hay toda una discusión de que era por los árboles, las sombras, el verdor, pero sinceramente yo creo que era la posibilidad de estar en un lugar abierto cerca de casa, pero con uno mismo. O bien, como decía hace un rato, encontrándome con otros de una manera segura.